Muy lejos en el océano, donde el agua es tan azul como la más hermosa flor de aciano y tan clara como el cristal, es muy, muy profundo; tan profundo, de hecho, que ningún cable podría sondearlo: muchos campanarios de iglesias, apilados uno sobre otro, no alcanzarían desde el fondo hasta la superficie del agua.
Allí viven el Rey del Mar y sus súbditos.
No debemos imaginar que en el fondo del mar no hay más que arena amarilla y desnuda.
No, ciertamente; allí crecen las flores y plantas más singulares, cuyas hojas y tallos son tan flexibles que la más mínima agitación del agua las hace moverse como si tuvieran vida.
Peces, tanto grandes como pequeños, se deslizan entre las ramas, igual que los pájaros vuelan entre los árboles aquí en la tierra.
En el lugar más profundo de todos, se alza el castillo del Rey del Mar.
Sus muros están construidos de coral, y las largas ventanas góticas son del ámbar más claro.
El techo está formado por conchas, que se abren y cierran según el agua fluye sobre ellas.
Su apariencia es muy hermosa, pues en cada una yace una perla brillante, digna de la diadema de una reina.
El Rey del Mar había enviudado hacía muchos años, y su anciana madre le llevaba la casa.
Era una mujer muy sabia y extremadamente orgullosa de su alta cuna; por ello llevaba doce ostras en su cola, mientras que a otras, también de alto rango, solo se les permitía llevar seis.
Merecía, sin embargo, grandes elogios, especialmente por el cuidado de las pequeñas princesas del mar, sus nietas.
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