Un esclavo que huía de su cruel amo se encontró con Esopo, quien lo reconocía como su vecino.
"¿Qué te tiene tan alterado?", preguntó Esopo.
"Padre Esopo —un nombre que mereces, pues eres como un padre para mí—, seré completamente sincero, ya que puedo confiarte mis penas sin temor. Hay muchos azotes y poca comida. Constantemente me envían a recados a la granja sin provisiones para el camino.
Si el amo cena en casa, debo servirle toda la noche; si lo invitan a otro lugar, tengo que quedarme tirado en la calle hasta el amanecer. Ya debería haber ganado mi libertad, pero mis cabellos se han vuelto grises y sigo siendo un esclavo.
Si hubiera hecho algo para merecer esto, dejaría de quejarme y aceptaría mi destino en silencio. Pero la verdad es que nunca tengo suficiente para comer y mi cruel amo siempre está tras de mí. Por estas razones, y otras que tardaría mucho en contarte, he decidido ir a donde mis pies me lleven."
"Bueno", dijo Esopo, "escucha lo que te digo: si has tenido que soportar tantas penurias sin haber hecho nada malo, como dices, ¿qué te pasará ahora que sí serás culpable de algo?"
Con estas palabras de consejo, Esopo asustó al esclavo y lo hizo abandonar sus planes de fuga.