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 La Hija de la Virgen María

La Hija de la Virgen María

Resumen

Una niña pobre es llevada al cielo por la Virgen María, donde vive feliz hasta que, a los catorce años, desobedece al abrir una puerta prohibida. Al negar su falta, es exiliada a la tierra, donde sufre en soledad hasta que un rey la rescata y se casa con ella. Tras perder a sus tres hijos por persistir en su mentira, confiesa su culpa en el momento de su ejecución, obteniendo el perdón y la reunión con su familia.

Texto

Junto a un gran bosque vivía un leñador con su esposa, quienes tenían una única hija, una niña de apenas tres años. Eran tan pobres que ya no tenían pan para comer cada día y no sabían cómo conseguir alimento para la pequeña.
Una mañana, el leñador salió con tristeza a trabajar al bosque. Mientras cortaba leña, de pronto apareció ante él una mujer alta y hermosa, con una corona de estrellas brillantes en la cabeza, que le dijo:
—Soy la Virgen María, madre del niño Jesús. Veo que sois pobres y necesitados. Tráeme a tu hija, la llevaré conmigo, seré su madre y la cuidaré.
El leñador obedeció, llevó a su hija y se la entregó a la Virgen María, quien la llevó al cielo. Allí, la niña vivió feliz: comía pasteles de azúcar, bebía leche dulce, sus vestidos eran de oro y los angelitos jugaban con ella.
Cuando cumplió catorce años, la Virgen María la llamó un día y le dijo:
—Querida niña, debo emprender un largo viaje. Te confío las llaves de las trece puertas del cielo. Doce de ellas puedes abrirlas y contemplar la gloria que encierran, pero la decimotercera, a la que pertenece esta pequeña llave, te está prohibida. Ten cuidado de no abrirla, o serás desdichada.
La niña prometió obedecer. Cuando la Virgen María se marchó, comenzó a explorar las moradas del reino celestial. Cada día abría una puerta, hasta completar las doce. En cada una había un apóstol rodeado de una gran luz, y ella se maravillaba ante tanta magnificencia y esplendor, mientras los angelitos que la acompañaban compartían su alegría.
Solo quedaba la puerta prohibida, y un gran deseo de saber qué había tras ella la invadió. Dijo a los ángeles:
—No la abriré del todo, ni entraré, solo la descorreré un poco para echar un vistazo.
—¡Oh, no! —respondieron los angelitos—. Sería un pecado. La Virgen María lo prohibió, y podría traerte desgracia.
Ella guardó silencio, pero el deseo en su corazón no se calmó: la roía, la atormentaba y no le daba paz. Un día, cuando los ángeles se habían ido, pensó:
—Ahora estoy sola. Podría mirar. Si lo hago, nadie lo sabrá.
Buscó la llave, la tomó y la introdujo en la cerradura. Al girarla, la puerta se abrió de golpe, y vio a la Santísima Trinidad sentada en medio del fuego y el esplendor.
Se quedó un rato mirando todo con asombro, luego tocó un poco la luz con su dedo, y al instante este se volvió dorado. Un gran terror se apoderó de ella. Cerró la puerta violentamente y huyó.
Pero el miedo no la abandonaba, por más que lo intentara. Su corazón latía sin cesar, y el oro en su dedo persistía, por mucho que lo frotara y lavara.
Poco después, la Virgen María regresó de su viaje. Llamó a la niña y le pidió las llaves del cielo. Al entregárselas, la Virgen la miró a los ojos y preguntó:
—¿No abriste también la decimotercera puerta?
—No —mintió la niña.
Entonces la Virgen puso su mano sobre el corazón de la niña y sintió cómo palpitaba. Vio claramente que había desobedecido. Preguntó de nuevo:
—¿Estás segura de que no lo hiciste?
—Sí —insistió la niña por segunda vez.
Al notar el dedo dorado por haber tocado el fuego celestial, la Virgen supo que había pecado y preguntó por tercera vez:
—¿No lo hiciste?
—No —mintió la niña una vez más.
Entonces la Virgen María dijo:
—No me has obedecido y además has mentido. Ya no mereces estar en el cielo.
La niña cayó en un profundo sueño y, al despertar, se encontró en la tierra, en medio de un desierto. Quiso gritar, pero no pudo emitir sonido alguno. Intentó huir, pero por dondequiera que iba, setos de espinas la detenían sin dejarla pasar.
En aquel desierto donde estaba prisionera había un viejo árbol hueco, que se convirtió en su morada. Allí se refugiaba por las noches para dormir, y también cuando había tormenta. Pero era una vida miserable, y lloraba amargamente al recordar lo feliz que había sido en el cielo, jugando con los ángeles.
Solo comía raíces y bayas silvestres que encontraba. En otoño, recolectaba nueces y hojas caídas y las guardaba en el árbol. Las nueces eran su alimento en invierno, y cuando llegaba la nieve y el hielo, se acurrucaba entre las hojas como un animalito para no congelarse.
Pronto sus ropas se rasgaron y cayeron hechas jirones. Pero cuando el sol calentaba de nuevo, salía y se sentaba frente al árbol, cubierta por su larga cabellera como por un manto. Así pasó año tras año, sintiendo el dolor y la miseria del mundo.
Un día, cuando los árboles reverdecían, el rey del país cazaba en el bosque y persiguió a un corzo. El animal se adentró en la espesura que cercaba aquella parte del bosque, así que el rey desmontó, apartó los arbustos y abrió camino con su espada.
Al abrirse paso, vio a una doncella de extraordinaria belleza sentada bajo el árbol, cubierta por su cabello dorado hasta los pies. Se detuvo, sorprendido, y le preguntó:
—¿Quién eres? ¿Por qué estás aquí en este desierto?
Ella no respondió, pues no podía hablar.
El rey insistió:
—¿Vendrás conmigo a mi castillo?
Ella asintió levemente. El rey la tomó en sus brazos, la montó en su caballo y la llevó consigo. En el castillo, la vistió con hermosos trajes y le dio todo en abundancia.
Aunque no hablaba, su belleza y encanto conquistaron el corazón del rey, quien no tardó en casarse con ella.
Al cabo de un año, la reina dio a luz un hijo. Esa noche, la Virgen María se le apareció mientras dormía y le dijo:
—Si confiesas la verdad y admites que abriste la puerta prohibida, te devolveré el habla. Pero si persistes en tu pecado y lo niegas, me llevaré a tu recién nacido.
La reina pudo responder, pero endureció su corazón y dijo:
—No, no abrí la puerta prohibida.
Entonces la Virgen María le arrebató al niño y desapareció con él.
A la mañana siguiente, al no encontrar al bebé, la gente murmuró que la reina era una devoradora de hombres y había matado a su propio hijo. Ella lo oyó todo pero no pudo defenderse. Sin embargo, el rey, que la amaba profundamente, no lo creyó.
Un año después, la reina tuvo otro hijo. De nuevo, la Virgen María se le apareció y le dijo:
—Si confiesas que abriste la puerta, te devolveré a tu hijo y te liberaré la lengua. Pero si lo niegas, me lo llevaré también.
La reina repitió:
—No, no la abrí.
Y la Virgen se llevó al segundo niño.
Esta vez, las acusaciones crecieron. El pueblo gritaba que la reina había devorado a su hijo, y los consejeros exigieron que fuera juzgada. Pero el rey, cegado por su amor, prohibió bajo pena de muerte que se hablara más del asunto.
Al tercer año, la reina dio a luz una preciosa niña. Por tercera vez, la Virgen María se le apareció y le dijo:
—Sígueme.
La tomó de la mano y la llevó al cielo, donde le mostró a sus dos hijos mayores, que sonreían y jugaban con el orbe del mundo. Mientras la reina se alegraba, la Virgen le preguntó:
—¿No se ha ablandado tu corazón? Si confiesas que abriste la puerta, te devolveré a tus hijos.
Pero por tercera vez, la reina respondió:
—No, no la abrí.
Entonces la Virgen la hizo descender a la tierra y se llevó también a su hija.
Al conocerse la noticia, el pueblo clamó:
—¡La reina es una asesina! ¡Debe ser juzgada!
Esta vez, el rey no pudo contener a sus consejeros. Se celebró un juicio, y como la reina no podía defenderse, fue condenada a morir en la hoguera.
Cuando la ataron al poste y las llamas comenzaron a rodearla, el hielo de su orgullo se derritió. Arrepentida, pensó:
—Si al menos pudiera confesar antes de morir que abrí la puerta.
Entonces recuperó la voz y gritó:
—¡Sí, María, lo hice!
Inmediatamente, cayó una lluvia que apagó las llamas, y una luz brilló sobre ella. La Virgen María descendió con sus dos hijos a los lados y la recién nacida en brazos.
Con dulzura, le dijo:
—Quien se arrepiente y confiesa su pecado, es perdonado.
Le devolvió a sus tres hijos, le liberó la lengua y le concedió felicidad para toda la vida.